La emisaria

«Ya lo sabe usted. Hubo un tiempo en el que yo anduve por estas calles. Las pocas veces que las personas me miraban, se limitaban a dedicarme un gesto de auténtico desdén y arrogancia. No toleraban que, en ese tiempo y era, pudiera compartir el mismo aire, espacio y mundo que ellos. No se atrevían a hacer nada para herirme, pero tampoco tenían intenciones de ayudarme. Pese a que el firmamento y sus nubes fungían como mi techo con religiosa frecuencia, solía soñar con que vivía en una enorme mansión con comodidades que, entonces, me parecían ridículas de lo irreales que me parecían: hablarle a una lata de tela para encender velas que no eran velas, tener un lavatorio del tamaño de una casa, un artilugio extraordinario que fregaba por sí solo la loza. También soñaba con que salía a correr; cuando lo hacía, pensaba que podía completar tres vueltas completas al pedazo de ciudad que representaba ese descomunal jardín público antes de que el sol saliera, y mis esfuerzos siempre resultaban infructuosos.

«Soñé también, muchas veces, que solía perseguir a otros vagabundos en la ciudad; los golpeaba, les quitaba las pocas pertenencias que tenían o el escaso dinero que conseguían, y conseguía con un joven de aspecto más decente que el mío aquello que me daba fuerzas y me mantenía vivo sin necesidad de probar alimento. De vez en vez, un hombre enjuto con sus globos oculares a punto de reventar me regresaba la mirada a través del agua, de las ventanas de las casas, de los aparadores y de otros tantos reflejos. Invariablemente despertaba. La ciudad que me acogía apenas abría los ojos era totalmente distinta. Mi rostro, mi indumentaria y mi cuerpo eran los mismos que siempre, pero no los mismos que los de minutos antes. Soñaba, a grandes rasgos, que podía ponerme no solo en los zapatos, sino dentro de la piel de otras personas, que podía presenciar de primera mano los peores temores de cada uno de los que veía en la calle al andar, sus más sinceros anhelos, sus más recónditos secretos, sus pensamientos, prejuicios y sensaciones.

«Con todo, las palabras que intentaba articular para hablar a los demás eran inentendibles; yo sabía que compartíamos el conocimiento de un mismo idioma, pero ellos no. Una diferencia que no podían notar de forma genuina, aunque quisieran. Me llamaban enferma, o me tiraban una hogaza de pan (o trozos de hogazas) para que fuese a recogerla y los dejara tranquilos. Había, desde luego, gente más amable y considerada, pero podía contarlos con los dedos de la mano; desde luego, ellos tampoco me entendían, pero al menos se esforzaban en tratar de hacerlo. Oh, cómo me encantaría al menos poder recordar sus nombres. Pero el tiempo no pasa en balde y la memoria tampoco.

«Puedo decir que anduve en estas calles porque pasé más tiempo aquí que en cualquier otro lugar en el que he estado, pero apenas puedo reconocer lo que veo. Ni hablar de las personas que ya no puedo nombrar. Quizá mañana sean las mismas calles que hoy, o las mismas que ayer. Pero la persona a la que he de arrullar al tiempo que me acompaña, esa jamás es la misma.

«Hubo una noche en la que me quedé profundamente dormida. Y entonces soñé una enorme cantidad de cosas: soñé con la mujer que venía a la ciudad a visitar a sus hermanas y les traía queso de cabra; me vi en el sueño, recibiendo dos quesos enteros que habrían de durarme un par de semanas; soñé con el anciano que me dejó dormir dentro del templo a escondidas de los demás ancianos cada vez que una tormenta se desplomaba sobre nuestra existencia, así como con el horrible fin que le dieron por su innecesaria caridad para conmigo; soñé con el día en que el alguacil extranjero que me la tenía jurada se desplomó sobre su silla tras asfixiarse con una hoja de laurel excesivamente grande que su té matutino tenía y que no logró ver a causa de la gran resaca que le aquejaba; pude sentir en carne propia la desesperante sensación de no poder encontrar aire por mucho que las propias manos trataran de asirlo; soñé que era una sabia mujer que moría a manos de un enardecido grupo de varones que llevaban por aquí y por allá retazos de lo que solía ser su cuerpo; soñé que levantaba en armas a un país entero y les hacía creer que la nuestra era la raza predestinada a gobernar el mundo con mano de hierro; soñé que azotaba con mis tropas bárbaras las lejanas tierras del Gobi, y llegaba más allá de las puertas de Constantinopla para dar muestra de mi grandioso poder; soñé que era la mujer que tocaba la puerta y también soñé que era el ansioso y apasionado joven que la abría; soñé que era el que cortaba la leña durante horas en lo profundo del bosque y también soñé que era el que la hurtaba para armarse una improvisada choza con total desvergüenza; soñé que era aquel que dibujaba las cacerías diarias sobre las cuevas y me soñé siendo ese que descubría esos antiguos dibujos; soñé, mil, dos mil, millones de veces, millares de millones de veces y no me cansé de soñar; soñé hasta que mi piel se retrajo sobre sí misma y las uñas y el pelo me crecieron sin crecer; soñé hasta que se me cayeron las pestañas y los párpados, y continué soñando aún después de que mis músculos y huesos se habían asimilado del todo con el polvo de los pueblos circundantes.

«Cuando por fin terminé de soñar, me supe despierta de una forma muy distinta a la normal. Se sentía como si la misma realidad se tratara de un sueño y esto otro fuera lo verdaderamente real. Podía sentir mi cuerpo, pero al mismo tiempo ya no sentía absolutamente nada. Una playa interminable, que se extendía de un lado del horizonte al otro, me daba la bienvenida. El oleaje traía consigo toda la plétora de estrellas que adornaban el cielo, la arena, el mar y otra vez el cielo. Cada grano de arena bajo mis pies era una estrella, y el mar y el cielo parecían fundirse más allá del lejano horizonte. La playa, vacía, era como un regalo para mí, porque a pesar de haber vivido todo lo vivido y soñado todo lo soñado, no podía dejar de admirar el maravilloso paisaje que se extendía ante mis ojos. El hipnotizante ritmo de la marea yendo y viniendo me hacía pensar que quizá estaría otra vez soñando. Fue entonces que un objeto que me resultaba familiar apareció ante mis ojos.

«Era una barca.

«Una simple y llana barca. Solo tenía una vela, una cuerda para izar la vela y un asiento que lucía tan cómodo que bien podría hacer las veces de diván. Sin dibujo alguno sobre sus cantos a babor o estribor, ni trazos o runas en su proa o en su popa. Apenas más que una balsa, pero sin dejar de ser barca. Cuando quise subir en ella, un pergamino que no noté que había estado sosteniendo entre mis dedos se desenrolló frente a mis ojos y mostraba una sola palabra: “emisaria”. Leí la palabra en voz alta y, por primera vez, pude oír mi propia voz articulando palabra. No solo había llegado a un lugar espléndido, sino que esta nueva vida me había dotado de la lengua y la voz que la anterior me había negado. Entonces vi en mis manos la cuerda para izar la vela, me vi vestida con una ceñida túnica blanca de pies a cabeza y entendí mi nuevo y titánico propósito. Al mirar hacia atrás pude ver las calles de esta ciudad en la que viví, un poco más cambiadas, y vi a la mujer del queso de cabra durmiendo sobre el asiento de su carreta, mientras su despreocupado equino la llevaba de vuelta a una casa que no volvería a pisar. El corazón se me encogió y no pude hacer menos que tomarla entre mis brazos, como lo haría una madre con su adorado recién nacido, arrullarla para darle una cálida despedida y proveerle un sueño apacible y tranquilo.

«Recuerdo que ella fue la primera que recolecté. La vi, sin que ella pudiese hacer lo propio, presentar a la barca un boleto con la palabra “VIDA” escrita sobre él, vi a la barca abriéndose y la vi antes de que desembarcara en su última travesía. Recolecté y llevé a aquella playa, después, a muchos, muchísimos, a tantos, tantos otros, que ya no soy capaz de recordar sus nombres, tan solo sus rostros. Algunos, me recibían apaciblemente, otros con terror, otros tantos con resignada sorpresa, y otros pocos, muy pocos, eran capaces de verme, una, dos o hasta más veces antes de reunirme con ellos en sus respectivos ocasos, y lograban pasar la voz acerca de mi identidad y mi existencia. Uno de ellos llegó a nombrarme sirena, debido a mis constantes arrullos; fue el que más veces me vio. Otros tantos y tantas me llamaban por mi nuevo nombre y lograban ver atisbos de la barca, de la eterna playa y de mi misión: aquellos a quienes los colibríes les hablan. Pero me he dado cuenta de que la noche, la oscuridad y la plétora de estrellas han hecho de las suyas, y han divulgado lo que soy para que la gente se prepare y me reciba con la paz necesaria.

«Ciertamente, he andado por estas calles. Pero la forma de las piedras, de las casas, y de las mismas calles, ha cambiado profundamente. Todos los días lo hace. Son las mismas calles, pero están solapadas, una sobre otra, y es la misma ciudad, solapada sobre sí misma una sobre otra. El barullo, si acaso es diferente, está también solapado una y otra vez sobre sí mismo. Las paredes, si pudieran hablar, darían testimonio de lo que digo. Tal es la ciudad y tales son sus calles y tal es su barullo. Y las ciudades, los pueblos, los barullos, tales son, todos distintos, pero a mis ojos todos tan similares, todos tan necesarios del amor que quisiera prodigarles y que solo les prodigo llegado el momento. Pero, a juzgar por su labor, está usted muy lejos de entenderlo. ¿Por qué, pregunta usted, habiendo tenido las facultades que tuve, no cambié el mundo? Porque es necesario que así sea, porque el amor debe prevalecer. Luego, usted ha venido a buscarme por la fuerza, y se involucra con ciencia que jamás podrá comprender, por mucho que se esfuerce y por mucho que usted se repita lo contrario. Por tanto, sepa usted que, de tomar el camino que planea, no tendrá derecho a abordar la barca cuya cuerda yo izo».

—¿Qué puede usted decirme, pues, de Aquel?

—Nada diferente de lo que sus falsos colibríes ya le habrán contado.